Eneas Gallinazo
Ahora que estamos en cosecha de acusaciones y ejecuciones sociales extrajudiciales, en sus versiones capitis deminutio máxima, media y mínima, principalmente enfocadas en las mujeres en razón a sus parejas o familias, regularmente con ataque a cargo de la clase politiquera en busca de nichos de poder, ahora que llueven las calumnias o las injurias, es bueno recordar lo que al lenguaraz y canalla le puede costar.
En Colombia, la cadena perpetua no existe normativamente y (en teoría), las penas judiciales cumplidas se consideran redentoras para quienes han delinquido. Sin embargo, la sociedad ha instituido y arraigado la idea de sanciones y presunciones negativas, como parte del castigo social.
Se argumenta que la historia no aprendida tiende a repetirse y, con este mismo argumento en busca de justicia incruenta por mano propia, no falta el canalla que procura la aniquilación de inocentes que fortalezcan su imagen de redentor.
Los condenados tienen la oportunidad de escribir su versión de la historia, pero enfrentamos fallos sociales inapelables que se extienden estigmatizando a sus familias que se quedan sin voz, sin voto, sin Estado, sin derechos.
Estos fallos, grabados en piedra y papel por una sociedad abstracta, poderosa e ingobernable o por politiqueros de oficio en busca del caos y el alboroto para su pesca en rio revuelto, determinan el destino de quienes han fallado y truncan la vida digna de quienes, sin haber fallado, impolutos, por asociación familiar también son condenados.
Algunos son perdonados y olvidados, mientras otros son recordados y, en vida, vilmente, condenados al ostracismo.
La estigmatización perpetua plantea un dilema de justicia y equidad. ¿Deberíamos desconocer la posibilidad de redención y condenar de por vida a quienes cometieron errores en el pasado? (No contesto, dijo el historiador), pero resulta despiadado extender esa condena a los familiares cercanos, quienes no eligieron su parentesco o a las exparejas que nada saben del asunto o a terceras personas no partícipes de lo que sea que tenga la historia escrito para el recuerdo.
El concepto de «delito de sangre», aunque no está legislado, se utiliza para condenar a personas de una familia por los actos y delitos de otros. La prensa y la sociedad, azuzados por la clase politiquera de baja calaña, en el afán de castigar y poner a la cabeza sus fichas e intereses, pueden llegar a matar simbólicamente a inocentes.
A la víctima inocente se le niega el derecho a una vida digna, a su honor y buen nombre, a una existencia autónoma… y al trabajo. En este juicio social, no hay defensa para la inocencia y existe la pena perpetua.
¿Sería justo permitir la controversia y el debate antes de imponer una condena social y periodística? Si. El rigor profesional lo exige al periodista y el derecho humano a todos. Desde el Rey de la plaza, hasta el peón de brega. Las habladurías y las suposiciones basadas en opiniones ajenas no deberían sellar el destino de ninguno. La rectificación y la réplica, aplicadas con rigor y respeto, pueden evitar una prolongación injusta de la condena o, en el peor de los casos, infligir un mayor daño, repetir la nota injuriosa o de calumnia y, aún sin ellas, la duda sembrada en contra del inocente germina en odios y resentimientos o mata la tierra que pisó.
El concepto de «delito de sangre», aunque no está legislado y se utiliza para condenar inocentes, sepa el autor, lenguaraz y canalla, que el señalamiento es injuria o calumnia, calumnia e injuria, hostigamiento y discriminación, posiblemente agravada dependiendo de la víctima predilecta.
En última instancia, debemos buscar la objetividad y la claridad al abordar los delitos de sangre. No hay santidad ni milagro que pueda reemplazar la necesidad de un análisis crítico y justo en nuestra sociedad.
A ellas, víctimas de nacimiento, un llamado para que denuncien; a la Fiscalía para que impriman celeridad en los procesos de injuria y calumnia para mandar a callar evitando la repetición estratégica y, a ellos, victimarios de sangre verde y reptiliana, se les manda a callar. En latín… “non dan ovis” (no doy ovejas).