Martín Parra
La elección atípica de alcalde en Bucaramanga deja una lección incómoda para toda la dirigencia política local y regional. Con el 100 % de las mesas escrutadas, Cristian Fernando Portilla gana con el 45,66 % de los votos, en una jornada donde solo participó el 26,43 % del potencial electoral. Es decir, más del 73 % de los bumangueses habilitados para votar se quedó en casa. Y no, esta vez no es la ciudadanía la responsable.
Tampoco lo son los líderes barriales, ni los contratistas, ni los funcionarios, ni siquiera los partidos políticos, tan golpeados como quedaron en esta contienda. El dato de fondo es otro y más profundo: la política local fue secuestrada por los egos.
En esta elección ningún candidato quiso ceder, ninguno quiso sumar, ninguno quiso construir algo más grande que su propio nombre. El resultado fue una fragmentación extrema del poder, donde ningún candidato distinto al ganador superó el 20 %, y entre el segundo y el cuarto lugar se repartieron cerca del 45 % de los votos, diluidos en proyectos personales, cálculos individuales y vanidades disfrazadas de principios.
Se habló de cambio, de ética, de anticorrupción, de renovación, pero nadie estuvo dispuesto a renunciar a una aspiración personal en favor de un proyecto colectivo. El electorado respondió con lo único que le quedaba: la abstención. No como apatía pasiva, sino como una forma silenciosa de rechazo. Ninguno conquistó corazones.
Los números son contundentes. El Nuevo Liberalismo (14,88 %) y el Pacto Histórico (11,03 %) evidencian que los discursos ideológicos, sin territorio ni humildad política, ya no movilizan mayorías. El Partido Liberal, con apenas 3,71 %, confirma que las marcas tradicionales no sirven si no hay liderazgo real. El MIRA, el Partido Conservador, la Liga de Gobernantes Anticorrupción y Colombia Justa Libres quedaron por fuera del gobierno local, no por persecución ni falta de electores, sino por decisiones tomadas desde el ego y no desde la lectura del momento político.
El caso del senador e influencer JP Hernández es quizá el más simbólico. Alta visibilidad, millones de reproducciones, fuerte presencia digital, pero incapacidad absoluta de convertir likes en votos. La política local no se gobierna desde un celular ni desde la indignación permanente. Se gobierna con estructura, con territorio y, sobre todo, con capacidad de ceder. Algo que no ocurrió.
Hoy resulta cómodo señalar a la ciudadanía por no haber salido a votar. Pero ¿cómo exigir compromiso cuando la oferta política fue una suma de proyectos personales compitiendo entre sí, más preocupados por ganar protagonismo que por ganar ciudad? La abstención no fue desinterés: fue cansancio.
A esto se suma un factor estructural que nadie quiso reconocer. Esta fue la elección atípica número 18 en el país, y en todas ha ganado el continuismo. Campañas de menos de dos meses hacen inviable posicionar una propuesta nueva, y más aún cuando el alcalde saliente dejó el cargo con una favorabilidad del 65,5 %, según encuesta nacional publicada días antes de su salida. Ignorar ese contexto también fue una expresión de ego político.
Cristian Portilla gana, sí. Pero gana en medio de una derrota colectiva de la clase política, que prefirió mirarse al espejo antes que mirar a la ciudad. Gobernará con legitimidad legal, pero con una legitimidad social frágil, producto de un sistema que se negó a escucharse a sí mismo.
Bucaramanga no perdió por falta de líderes. Perdió porque sus líderes no supieron serlo juntos. Y mientras la política siga siendo un escenario para inflar egos y no para construir acuerdos, la ciudadanía seguirá hablando con el lenguaje más claro que conoce: el silencio de las urnas vacías.
